Es hora de que pida perdón, y de que lo haga alto y
claro, por no haber sabido hacer el uso correcto de mi lenguaje. Por no haber
buscado la palabra correcta. Por no haber ahondado más allá de la superficie.
Mea culpa.
Por no distinguir que la realidad no se puede
modificar, por tratar de hacerte a mi imagen y semejanza, por no buscar tal
como lo haría Sherlock Holmes la palabra perfecta.
Mea culpa.
Por no aceptar que la ley del tercer excluido de
Aristóteles era tan cierto en el siglo IV a.C. como en el siglo XXI d.C., tan
cierto como que estoy yo hoy aquí, tan cierto como que “o es o no es”.
Mea culpa.
Por no reconocer la belleza de tus significados, por
no buscar lo irrefutable de las palabras, el bien y el mal que en ellas se
esconden, por no usarlas para la razón a la que sirven.
Mea culpa.
Por no buscar el cambio que en otros quiero en mí,
por no hacer el ingenioso y adecuado uso de la retórica.
Mea culpa.
Por no usar el lenguaje para el bien de los demás,
por no reflexionar sobre él para conocerme mejor, para conocerte mejor, para
ser mejor.
Mea culpa.
Por no respetar tus límites, por no utilizarte con el
tono adecuado. Por enfadarme contigo cuando estabas allí simplemente porque yo
te llamé, como el genio de la lámpara.
Mea culpa.
Por no hablar con propiedad, por hablar con demasiada
propiedad, por no llamarte por tu nombre, por buscarte apodos extraños, por no
respetar tu naturaleza, tu preciosa naturaleza.
Mea culpa.
Por no haber entendido antes todo lo de vaguedad y
precisión, por haber tardado tanto en buscarte, por no saber qué es lo que
buscaba, ni qué camino me llevaba hacia ti.
Mea culpa.
Por utilizarte simplemente para rellenar espacio,
para ocupar huecos vacíos, para entretenerme combinándote de modo que no digas
absolutamente nada, tú que nunca callas.
Mea culpa.
Porque tienes una verdad innegable, que yo me empeño
en manchar cuando abuso de tus significados. Por no saber reconocerla. Por
reconocerla e ignorarla. Por ahora querer cuidarla.
Mea culpa.
Por ponerte de testigo cuando no cumplo mis promesas.
Mea culpa.
Por haber tardado dos años en aprender a hablar, como
decía Hemingway, y aún no haber aprendido a callar.
Mea culpa.
Por explotarte tanto en las noches oscuras como en
las mañanas soleadas.
Mea culpa.
Por no registrarte con lupa a ti y a tus significados,
por no ponerme al menos las gafas o las lentillas, por dejar que se empañen y
no limpiarlas de vez en cuando.
Mea culpa.
Por no defenderte cuando hablaban mal de ti, por no
saber cómo usar tu mejor arma que eres tú misma, por dejarte al descubierto.
Mea culpa.
Por saber que eres lo más grande, lo que más me
define, lo que me hace ser como soy, haber sido quien fui, y llegar a ser lo
que seré.
Mea culpa.
Por no recordar que alterar el orden de los factores,
también altera el resultado. Por lo tanto, que A precede a B puede ser lo
opuesto a que B precede a A. Por ignorar las reglas más sencillas.
Mea culpa.
Por no haberme detenido antes a pensar en mis fallos,
en mis errores contigo, en cómo podría honrarte y por pensarlo ahora, que es un
poco tarde.
Mea culpa.
Por enredarme más que el ovillo de un gato, por irme
por las ramas, por no hacer frente a los verdaderos problemas, por no usarte de
un modo claro.
Mea culpa.
Por necesitarte, quererte, adorarte más de lo que
cualquiera debería reconocer en voz alta. Por hacerlo en voz baja
continuamente, por tratar de susurrarlo a escondidas.
Mea culpa.
Y por olvidar lo más importante: “Lo primero fue la
Palabra”.
Mea culpa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario