jueves, 28 de febrero de 2013

Que tú no estés solo significa que otro llegará



   En este punto soy consciente de haber quedado muy por debajo de lo posible. Sencillamente porque para consumar la tarea mi fuerza es demasiado escasa. Otros vendrán, espero, que lo hagan mejor.[1]
   Resulta que de todo lo que he leído sobre Ludwig Wittgenstein, de todo lo que podría hablar, de lo que dice, lo que no dice, lo que quiere decir, lo que me parece entender que leo entre líneas… de todas estas cosas, lo que más me ha llamado la atención es la frase que cito al empezar el ensayo. Porque pienso que, para reconocer esta gran verdad, es necesario tener una fuerte madurez de espíritu, y un gran amor hacia aquello a lo que te dedicas para desearle siempre lo mejor aunque a veces esto implique quedarse fuera de la línea de tiro. Y es justamente de esto de lo que voy a hablar, de lo que me parece que tengo que hablar: “Es un deber de justicia y una necesidad del  corazón”[2]

   Quizá esta primera frase me haya recordado inevitablemente a Benedicto XVI, con su marcha, con su alejarse por amor y dejar libre el paso. La verdad es que desde el día que lo dijo no he dejado de pensarlo y he intentado, siempre en vano, no tanto entenderle sino entenderme a mí con su acto. Y me parece que, poco a poco, y gracias a la cita de Wittgenstein ya me estoy entendiendo un poco mejor.

   Sentir hacia tu profesión, hacia tu deber, tu misión en la vida tal entrega es lo que no podía comprender. ¿Cómo es posible una entrega tan grande? En la teoría supongo que sí entendía algo, pero en la práctica no veía la luz. Y la estoy viendo. Dedicación, empeño, trabajo, perseverancia, esfuerzo, cariño, dulzura, deber, amor… Sobre todo amor. Amor hacia lo que haces, amor por encima de todo, amor por otra persona. Y me pregunto que si eres capaz de amar tanto a una persona, ¿no harías todo lo que fuera por que estuviera bien abastecida y nunca le faltara de nada? ¿O por que no conociera la palabra “carencia” ni “tristeza”? ¿O por que la felicidad estuviera siempre alrededor? ¿O por que tuviera una mano amiga fuerte siempre cerca? ¿Un lugar donde sentirse seguro?

   La verdad es que cuando supe de la noticia, pensé primero en el Papa pero ligado a él fue inevitable ese sentimiento de orfandad, de decir “¿estamos solos? ¿Y ahora qué?”. Pero después de leer y leer mucho, solo puedo aspirar a entender lo que le mueve, lo que impulsó un día a Wittgenstein a escribir estas palabras en su prólogo, y esperar sentirlo algún día. Porque ahora entiendo que ese tipo de entrega y de amor hacia lo que haces, y hacia las personas por las que lo haces, es lo que hace que priorice aquello antes que uno mismo y que aceptes que puede que no sea el momento, que no se pueden dar más pasos hacia delante y antes de retroceder lo mejor es moverse un pasito a la derecha.

   Wittgenstein pasa su vida buscando la pureza y la suprema exigencia del deber, como indica Ray Monk. Él vive la Primera Guerra Mundial en sus carnes que es, además, donde escribe el Tractatus, y donde da las primeras pinceladas sobre lo que es ser un genio, por seguir citando a Monk. Y Wittgenstein, igual que nuestro Papa, nos ha demostrado sin quererlo cuánto pudo querer a esta disciplina hasta tal punto de entender que si faltan fuerzas para cumplir bien tu cometido no pasa nada, pues otro llegará con fuerzas renovadas y capaz de seguir adelante. Y eso es lo correcto. Y esa es una decisión que no se puede tomar solo.




   No pretendo igualarles con este ensayo, simplemente quisiera agradecer a Wittgenstein haber dicho estas palabras y haberme explicado el porqué el amor hacia lo que haces puede más que el propio querer hacer. Por haberme hecho entender la magnitud de las fuerzas necesarias para llevar a cabo semejantes acciones, y para decirlas en voz alta. Por dar ejemplo de humildad reconociendo que otros llegarán que lo hagan mejor cuando no se puede tirar más. Y, claramente, gracias a Benedicto XVI, por querernos tanto.




[1] Ludwig Wittgenstein: “Tractatus Lógico-Philosophicus”. Prólogo.
[2] Discurso del Papa Benedicto XVI a los voluntarios en Ifema, Madrid.

Juntos somos más





   ¿Cuántas veces has visto este rostro? ¿Cuántas veces no te transmitió absolutamente nada? ¿Cuántas veces te transmitió paz y tranquilidad? ¿Cómo confiaste tanto en él? ¿Quién es ese hombre que dirige al equipo de la selección española de fútbol a la gloria una y otra vez? ¿Cuál es su truco? ¿Cómo hace que once personas se muevan a la vez a lo largo de esos xxx metros de un modo tan armonioso y perfecto? Voy a referirme al mundial en concreto, a ese momento, y a cómo esa persona me fascinó y me cautivó su carácter, su saber jugar, su saber ser.


   Cuando salió en clase la oportunidad de participar en el coloquio de Vicente del Bosque, no dudé ni un momento en alzar mi mano tan alta y tan rápida como la bandera en un campamento militar. Tenía que satisfacer mi curiosidad por él. Y por si te interesa saber cuáles fueron mis motivos, te los voy a dar.

   Desde hace ya algún tiempo, más del que quizá deba admitir, llevo preguntándome por cómo conseguir que la gente trabaje en equipo. Me interesa mucho esa capacidad de unir a la gente, de hacerle sentir parte de algo, de hacerle sentir grande. Y conseguir que se involucren con lo que hacen, lo que tienen que hacer, transmitirlo con alegría, ilusión y entusiasmo. Y como él hizo, no sólo conseguirlo con los veintidós jugadores que tenía a su cargo, sino con toda una nación, con toda España. Mi querida España.



   En un momento de crisis absoluta, no mucho mejor que en la que ahora nos encontramos, hubo un tiempo donde las mejores noticias ese verano provenían de la selección. Corrijo. Provenían de nuestra selección, de su saber hacer. Y no importaba si eras barrendero, funcionario, banquero, estudiante, taxista, panadero o camarero. A la hora del partido, esperabas a que sonara el himno. Reconoce que eras uno de esos, como yo. Te pintabas la cara, te vestías de tus colores. Y todo eso por ver jugar a tu equipo. 


   Y eso no es algo que consiguieron los jugadores con su buen jugar, sino que lo hizo él. Él les enseñó como jugar bien, la importancia del compañerismo, como sacarle partido a sus puntos fuertes y a pulir los débiles, a confiar en los que tenían a su lado, a ir por el bien del equipo, a hacer gala del "sonríe ante la prensa", a tener buen carácter, a jugar limpio, a honrar al enemigo, a no dejar caer la toalla cuando puede parecer que está todo perdido, a seguir luchando si-em-pre... A celebrar en el momento justo, a no adelantarse, a saber esperar, a delegar...



   Habiendo conseguido tantas cosas, transmitir tantas ilusiones, ¿cómo no querer ir a oírle e intentar que se me pegara algo, aunque fuera solo por estar en la misma sala que él? Envidio su capacidad de liderar, de mover a la gente, de saber dirigir con mano de hierro y guante de terciopelo y saber mantener la calma en momentos de gran incertidumbre, y guardar bajo siete candados este nuevo rostro, que solo mostró tras ganar.






   Y ser el culpable, con todas las letras, de que mucha gente saliera esa misma noche a Cibeles a celebrarlo, de que llorásemos de emoción, de transmitirnos esa alegría y lo más importante, que pudiésemos creernos todos que "somos campeones del mundo" y que  somos grandes para celebrarlo sin miedo. Y todos lloramos. Este es mi motivo, cada uno tiene el suyo. La verdad es que siempre intentaré hacer mía esa cualidad suya, y espero conseguir poseerla algún día y que haya tanta magia como la que hubo ese verano de 2010.















jueves, 21 de febrero de 2013

Mea culpa (Vaguedad)


Es hora de que pida perdón, y de que lo haga alto y claro, por no haber sabido hacer el uso correcto de mi lenguaje. Por no haber buscado la palabra correcta. Por no haber ahondado más allá de la superficie.
Mea culpa.

Por no distinguir que la realidad no se puede modificar, por tratar de hacerte a mi imagen y semejanza, por no buscar tal como lo haría Sherlock Holmes la palabra perfecta.
Mea culpa.

Por no aceptar que la ley del tercer excluido de Aristóteles era tan cierto en el siglo IV a.C. como en el siglo XXI d.C., tan cierto como que estoy yo hoy aquí, tan cierto como que “o es o no es”.
Mea culpa.

Por no reconocer la belleza de tus significados, por no buscar lo irrefutable de las palabras, el bien y el mal que en ellas se esconden, por no usarlas para la razón a la que sirven.
Mea culpa.

Por no buscar el cambio que en otros quiero en mí, por no hacer el ingenioso y adecuado uso de la retórica.
Mea culpa.

Por no usar el lenguaje para el bien de los demás, por no reflexionar sobre él para conocerme mejor, para conocerte mejor, para ser mejor.
Mea culpa.

Por no respetar tus límites, por no utilizarte con el tono adecuado. Por enfadarme contigo cuando estabas allí simplemente porque yo te llamé, como el genio de la lámpara.
Mea culpa.

Por no hablar con propiedad, por hablar con demasiada propiedad, por no llamarte por tu nombre, por buscarte apodos extraños, por no respetar tu naturaleza, tu preciosa naturaleza.
Mea culpa.

Por no haber entendido antes todo lo de vaguedad y precisión, por haber tardado tanto en buscarte, por no saber qué es lo que buscaba, ni qué camino me llevaba hacia ti.
Mea culpa.

Por utilizarte simplemente para rellenar espacio, para ocupar huecos vacíos, para entretenerme combinándote de modo que no digas absolutamente nada, tú que nunca callas.
Mea culpa.

Porque tienes una verdad innegable, que yo me empeño en manchar cuando abuso de tus significados. Por no saber reconocerla. Por reconocerla e ignorarla. Por ahora querer cuidarla.
Mea culpa.

Por ponerte de testigo cuando no cumplo mis promesas.
Mea culpa.

Por haber tardado dos años en aprender a hablar, como decía Hemingway, y aún no haber aprendido a callar.
Mea culpa.

Por explotarte tanto en las noches oscuras como en las mañanas soleadas.
Mea culpa.

Por no registrarte con lupa a ti y a tus significados, por no ponerme al menos las gafas o las lentillas, por dejar que se empañen y no limpiarlas de vez en cuando.
Mea culpa.

Por no defenderte cuando hablaban mal de ti, por no saber cómo usar tu mejor arma que eres tú misma, por dejarte al descubierto.
Mea culpa.

Por saber que eres lo más grande, lo que más me define, lo que me hace ser como soy, haber sido quien fui, y llegar a ser lo que seré.
Mea culpa.

Por no recordar que alterar el orden de los factores, también altera el resultado. Por lo tanto, que A precede a B puede ser lo opuesto a que B precede a A. Por ignorar las reglas más sencillas.
Mea culpa.

Por no haberme detenido antes a pensar en mis fallos, en mis errores contigo, en cómo podría honrarte y por pensarlo ahora, que es un poco tarde.
Mea culpa.

Por enredarme más que el ovillo de un gato, por irme por las ramas, por no hacer frente a los verdaderos problemas, por no usarte de un modo claro.
Mea culpa.

Por necesitarte, quererte, adorarte más de lo que cualquiera debería reconocer en voz alta. Por hacerlo en voz baja continuamente, por tratar de susurrarlo a escondidas.
Mea culpa.

Y por olvidar lo más importante: “Lo primero fue la Palabra”.
Mea culpa.

Sobre la vaguedad de Bertrand Russell


   Bertrand Russell, más allá del texto, me lleva a preguntarme por cuántas palabras necesitamos para poder expresarnos y cómo podemos hacerlo del modo más correcto. Pues bien, el diccionario de la Real Academia Española tiene 11.425 palabras nuevas desde 1992, lo que hace un total de 88.431 palabras. Con este dato pretendo ilustrar una gran paradoja, y es que parece que cuantas más palabras y categorías en las que organizarlas tenemos, más difícil es para nosotros mismos definirnos.
"En este momento hay ochenta y ocho mil, cuatrocientas treinta y una palabras. Algunas desde hace mucho tiempo, otras recién llegadas, algunas se agrupan en adjetivos, adverbios, sustantivos o verbos. Algunas son simplemente preposiciones. Ochenta y ocho mil, cuatrocientas treinta y una palabras. Y a veces… todo lo que necesitas es una."
Adaptación de la frase de One Tree Hill “Seis mil millones de almas. Y a veces… todo lo que necesitas es una”

   Me he tomado la libertad de modificar la frase original para expresar lo que quiero decir. Hablo de algo más que de encontrar el conjunto de letras perfecto que transmita armoniosamente lo que sentimos. Hablo de lo más profundo, maravilloso e increíble que tenemos. Por supuesto, hablo de nuestra capacidad para definirnos y para mostrarnos al mundo tal y cómo somos, y de conocer el mundo tal y como es. De buscar nuestro verdadero ADN en las letras y, por supuesto, de encontrarlo.

   Me he preguntado acerca de este tema y mi principal duda no ha sido otra que la de averiguar si, en realidad, el fallo es más bien nuestro por no ahondar más en la superficie como con un ticket de “rasca y gana”, por no dedicarle un poco más de tiempo a pensar qué es lo que nos ocurre y a nombrarlo alto y claro, lo que realmente significan… Y después de pensarlo mucho, he llegado a la conclusión de que este no era el fallo. Ahora, sí que he encontrado otro con el que no tendremos más remedio que aguantar cómo nos señalan con el dedo.


   La culpa que se nos puede achacar es la de no haber respetado la ley del tercer excluido de Aristóteles. Como él dijo “o es o no es”, y realmente somos culpables de intentar cambiar la realidad y tratar de modelarla a nuestro gusto, que no es siquiera el de todos los hombres sino el propio. Y, como consecuencia, la palabra se tiene que transformar también a su caprichoso antojo. Un ejemplo claro de esto lo podemos encontrar en la cantidad de nombres, todos sin sentido y realmente mal delimitados, que se le ha dado al bebé dentro de la barriga de su madre… Y todo para decir que no es un niño. Pues bien, y para que conste en acta: igual que no le puedes pedir peras a un limonero, no le pidas a una madre algo distinto de un ser humano. Coherencia.
   
   No me gustaría crear aquí un debate por el cual parezca que el desarrollo y la evolución del lenguaje no es buena, al contrario, está muy pero que muy bien, lo que no lo está es esa necesidad de transformar la realidad abusando de nuestra libertad y nuestra capacidad para hacer cosas grandes, como si fuéramos Midas que convertía todo en oro… solo que dejando a nuestro paso un gran rastro de absurdo que sería inolvidable. Un ejemplo donde esto se ve muy claro es en la falta de respeto por la vida, como decíamos anteriormente y, citando a la Madre Teresa: “una sociedad que mata a sus hijos, no tiene futuro”. Pues, en definitiva, estamos asfixiando nuestra capacidad de hablar, de entendernos, de relacionarnos.

   En mi opinión, existe una verdad irrefutable que se puede decir que no va a cambiar nunca, y es justamente esta realidad y esta certeza lo que nos hace desenvolvernos en un ambiente seguro y tranquilo. Lo correcto o lo incorrecto, lo bueno o lo malo, no ha cambiado, y no cambiará nunca. Sin embargo, los que sí que cambiamos somos nosotros mismos. Y nos hemos creído que, para adaptarnos al nuevo cambio hemos de renombrar todo lo que nos rodea.



   La cuestión que plantea este ensayo es que ya no sabemos cómo llamar a muchas de las cosas que antes no nos suponían gran problema. Y es que las cosas son como son, y punto. No podemos dejarnos llevar por las circunstancias del entorno, ni empezar la casa por el tejado… Lo que tenemos que hacer, y en conclusión, para salir de esta absurda vaguedad, que no de la vaguedad, es simplemente reconocer lo intocable, y vivir alrededor de la verdad, la belleza y el bien. Y no dejar de adaptarnos nosotros, y crear nuevas palabras que nos definan… y que definan estos tres ejes cardinales.
Working on my blank note.

"Si quieres conocer a alguien no le preguntes qué piensa, pregúntale qué ama"
San Agustín

   Por si quieres conocerme, te diré qué es lo que amo, lo que adoro, lo que me hace sentir viva, lo que me da más que motivos, impulsos para saltar de la cama cada mañana. Adoro levantarme por las mañanas y llevarme mi café recién preparado para que me ayude a pensar qué ponerme. Con dos terrones de azúcar. Me encanta el sonido que suena cuando se abre una Coca-Cola. Siempre Coca-Cola, porque no falla. Y su publicidad siempre me hace pensar que no importa qué diga la gente. Y no me canso de verla. Adoro viajar, y cuando no puedo, hacerlo simplemente con la mente, imaginarme que ando por esas calles que tantas veces he visto en películas, o que solo he llegado a leer sobre ellas y su gente, sus tiendas, sus panaderías, siempre hay panaderías en mis calles. Y casi siempre un poco de viento, algo de brisa. Adoro los trenes, y odio los aviones. Creo que como todo lo que sube baja hay que estar bien pendiente de las instrucciones para evacuarlo en caso de emergencia, y no importa cuántas veces te hayas subido a uno. Creo que no es necesario haber estado en todos los países para saber cómo son, o qué se cuece entre ellos. Y me encantan los chistes malos, son con los que más puedo llegar a reírme, y la cara B de la almohada, y las bromas entre dos personas, y las miradas de complicidad a escondidas. Me encanta escribir con música de fondo. Adoro ver reflejado el respeto en los ojos de los que me rodean, así, bien merecido y en estado puro. Y también me encanta el credo del John D Rockefeller Jr. Y escuchar la misma canción una y cien veces, y seguramente aún no me la sepa de memoria. 



   Me encantan los planes inesperados, que surgen del aire, y lo inexplicable, y la gente que dice lo que piensa sin confundir la sinceridad con la maldad. Mezclar dulce y salado, ver el vaso siempre medio lleno y nunca medio vacío, las lágrimas saladas. Llegar a casa por Navidad, por Semana Santa, y un fin de semana. Sin olvidar las conversaciones a largas horas de la noche, creo que las personas somos más sinceras en la oscuridad. Y que los museos son extraordinarios. Y que las fotografías tienen un fuerte valor documental, además de personal. Y en tener una foto de esa persona en la mesita de noche. Y que encontraré a esa persona algún día. Y que la canción que decía que todo lo que pasa de noche parece más misterioso, o más romántico, o más excitante... más todo, tiene razón. Y la voz de Nat King Cole cuando canta L-O-V-E, de Louis Amstrong en "What a wonderful world", y nunca me canso de escuchar "Let's call the whole thing off" ni "What makes you beautiful" de One Direction, sí, es la verdad. Adoro el verano, la primavera, la Navidad del invierno, pero sobre todo el otoño cuando las hojas de los árboles se dignan a bajar con nosotros y nos acompañan paseando desde el suelo. Y cómo suena una hoja seca cuando la pisas. Odio la menta. Y que todo el mundo me recuerde que llego tarde, siempre llego tarde. Adoro ese momento en que se pide perdón, y no importa lo que haya pasado, porque es más que nunca pasado, y no volverá a aparecer. Y ver cómo podemos mucho más juntos que separados, y qué se siente cuando te das cuenta.



   Me encanta dibujar con lápiz, y leer libros. Y Orgullo y Prejuicio de Jane Austen es mucho mejor que Mansfield Park, no me importa lo que digan. Y escribir puede hacerlo mucha gente, pero poner las palabras en el orden adecuado y que expresen algo con lo que se sientan identificados miles de personas es ma-ra-vi-llo-so y no todo el mundo puede hacerlo. Y de mayor quiero tener una sala solo para libros, una pequeña biblioteca en la que no faltará El Principito. Ni de broma. Y que tendré un trabajo que me encante y me deje sin aliento cuando termine un proyecto. Me encanta la satisfacción después de acabar algo a lo que le has dedicado mucho tiempo. Y sorprender un poquito a la gente. Y sacar al niño que tenemos dentro, que es lo que consigue Disney con todas sus películas. Y quien no las haya visto no ha tenido infancia. Y lo bueno, hay que leerlo más de una vez. Y también que lo bueno, si breve, dos veces bueno. Y en escribir sin faltas de ortografía o al menos intentarlo... Conseguirlo. Ponerte metas, y tratar de conseguirlo sin miedo: no risk, no glory.




Si fueran mios los bordados mantos del cielo,
forjados con luces de oro y plata,
los mantos oscuros y tenuemente azules
de la noche, y la luz del crepúsculo,
los extendería bajo tus pies.
Pero, siendo pobre, solo tengo mis sueños;
He extendido mis sueños bajo tus pies;
pisa suavemente, pues pisas sobre mis sueños.


Yates.

   Y creo que el único modo de que nos entendamos es hablando. Y que poniendo un poco de nuestra parte seremos capaces de llegar más lejos que a la luna. Y sé que todos tenemos dignidad y nunca hay que disfrazarla de otra cosa para intentar arrebatársela a otros. Y creo en Dios, y por Él creo en ti y en mí. Y me gusta muchísimo barrer descalza, y prefiero recoger que cocinar. Y creo profundamente en el compromiso y el deber. En la obligación de hacer bien las cosas porque es el único modo de hacerlas. Y que el amor mueve todo, es el motor del universo. Y que los teléfonos móviles tienen que estar en silencio, porque más que una llamada te asaltan mil mensajes con sus respectivos pii-pii y me atacan. Me atacan demasiado. Y quiero que en el futuro se cumplan todas mis expectativas. Y no dejar nunca de soñar. Y, que cuando sea mayor, sea capaz de recordarme y reconocerme, y decir "esta soy yo" cada vez que me mire en el espejo, y que se vean bien las marcas de las risas y alegría que he tenido a lo largo de ella en forma de perfectas y bonitas arrugas.  



   Y esta es la primera página de mi blank note
   Sed todos bienvenidos.