jueves, 28 de febrero de 2013

Juntos somos más





   ¿Cuántas veces has visto este rostro? ¿Cuántas veces no te transmitió absolutamente nada? ¿Cuántas veces te transmitió paz y tranquilidad? ¿Cómo confiaste tanto en él? ¿Quién es ese hombre que dirige al equipo de la selección española de fútbol a la gloria una y otra vez? ¿Cuál es su truco? ¿Cómo hace que once personas se muevan a la vez a lo largo de esos xxx metros de un modo tan armonioso y perfecto? Voy a referirme al mundial en concreto, a ese momento, y a cómo esa persona me fascinó y me cautivó su carácter, su saber jugar, su saber ser.


   Cuando salió en clase la oportunidad de participar en el coloquio de Vicente del Bosque, no dudé ni un momento en alzar mi mano tan alta y tan rápida como la bandera en un campamento militar. Tenía que satisfacer mi curiosidad por él. Y por si te interesa saber cuáles fueron mis motivos, te los voy a dar.

   Desde hace ya algún tiempo, más del que quizá deba admitir, llevo preguntándome por cómo conseguir que la gente trabaje en equipo. Me interesa mucho esa capacidad de unir a la gente, de hacerle sentir parte de algo, de hacerle sentir grande. Y conseguir que se involucren con lo que hacen, lo que tienen que hacer, transmitirlo con alegría, ilusión y entusiasmo. Y como él hizo, no sólo conseguirlo con los veintidós jugadores que tenía a su cargo, sino con toda una nación, con toda España. Mi querida España.



   En un momento de crisis absoluta, no mucho mejor que en la que ahora nos encontramos, hubo un tiempo donde las mejores noticias ese verano provenían de la selección. Corrijo. Provenían de nuestra selección, de su saber hacer. Y no importaba si eras barrendero, funcionario, banquero, estudiante, taxista, panadero o camarero. A la hora del partido, esperabas a que sonara el himno. Reconoce que eras uno de esos, como yo. Te pintabas la cara, te vestías de tus colores. Y todo eso por ver jugar a tu equipo. 


   Y eso no es algo que consiguieron los jugadores con su buen jugar, sino que lo hizo él. Él les enseñó como jugar bien, la importancia del compañerismo, como sacarle partido a sus puntos fuertes y a pulir los débiles, a confiar en los que tenían a su lado, a ir por el bien del equipo, a hacer gala del "sonríe ante la prensa", a tener buen carácter, a jugar limpio, a honrar al enemigo, a no dejar caer la toalla cuando puede parecer que está todo perdido, a seguir luchando si-em-pre... A celebrar en el momento justo, a no adelantarse, a saber esperar, a delegar...



   Habiendo conseguido tantas cosas, transmitir tantas ilusiones, ¿cómo no querer ir a oírle e intentar que se me pegara algo, aunque fuera solo por estar en la misma sala que él? Envidio su capacidad de liderar, de mover a la gente, de saber dirigir con mano de hierro y guante de terciopelo y saber mantener la calma en momentos de gran incertidumbre, y guardar bajo siete candados este nuevo rostro, que solo mostró tras ganar.






   Y ser el culpable, con todas las letras, de que mucha gente saliera esa misma noche a Cibeles a celebrarlo, de que llorásemos de emoción, de transmitirnos esa alegría y lo más importante, que pudiésemos creernos todos que "somos campeones del mundo" y que  somos grandes para celebrarlo sin miedo. Y todos lloramos. Este es mi motivo, cada uno tiene el suyo. La verdad es que siempre intentaré hacer mía esa cualidad suya, y espero conseguir poseerla algún día y que haya tanta magia como la que hubo ese verano de 2010.















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